lectorzuela

Just another WordPress.com site

Archivos mensuales: septiembre 2013

El Peak

El lunes 23 el pico amaneció nevado. Cuando salí de la casa me pareció ver nieve en las montañas, un parche de nieve apenas, pero unos metros más adelantes vi el pico, que hasta ese momento había estado pelado. Todo el pico estaba cubierto de nieve. Creo que di un brinquito de alegría. Es la misma sensación que me producía ver el mar cuando íbamos a Cartagena a ver a la abuela Elida. Ella no vivía cerca del mar, así que cuando el mar aparecía, a lo lejos, siempre me emocionaba.

El pico nevado me impresionó, me puso contenta (sí, también pensé en el frío). Creo que esa es una de las cosas buenas de estar de visita en un lugar que no es el de uno. Hasta ahora casi no pensaba en las montañas. Para mí no eran más que otros cerros, de los que también tenemos en Bogotá. La mañana del 23 almorcé afuera, mirando la nieve en las montañas, un paisaje que nunca antes había tenido enfrente. Ahora la nieve se derritió casi por completo, pero aprendí a apreciar estas montañas.

El jueves me descubrí un roto en el pantalón y decidí ir al mall a comprar otro. El trayecto en el bus duró cuarenta minutos y pude ver las montañas todo ese tiempo. Son enormes y están tan cerca, y son muchas, están por todas partes,  y las más pequeñas se ven como tela arrugada. También vi unas rocas que parecían puestas ahí intencionalmente, una especie de fortaleza en una de las cimas. Y también vi las porciones de tierra que quedaron peladas después de los incendios de este y el año pasado. Traté de imaginarme las montañas cubiertas de nieve, pero no pude, y aunque tengo miedo del invierno y del frío, me hace mucha ilusión ese nuevo cambio en el paisaje.Imagen

18 de septiembre

Mi primera semana de clases no estuvo muy bien. Mis estudiantes pasaron la mayor parte del tiempo mirándome con cara de confundidos, hice un par de chistes que no se entendieron, el tablero sigue siendo una herramienta muy difícil de usar, aún tengo dificultades con eso de presentar las reglas y perdí varios asistentes solo en una semana.

Hasta ahí lo malo.

Lo bueno de todo esto es que he tenido que pensar mucho para mejorar, he tenido tiempo para pensar y he aprendido. En primer lugar, se trata de una clase adjunta de idiomas de baja intensidad horaria. Eso es problemático porque no puedo esperar el mismo nivel de compromiso que un profesor de las materias de la mañana (que tiene 15 horas a la semana o más). El lado positivo, the silver lining, es que puedo probar. El syllabus no es definitivo y, si algo no funciona el martes, puedo pensar en algo distinto para el jueves. Además, no tengo que correr para cumplir el programa, porque yo hago el programa.

También aprendí que no debo hablar tanto. Quería que los estudiantes hablaran, que hablaran en español todo el tiempo, pero quería lograrlo haciéndoles preguntas, porque se supone que de eso se trata participar. Lo peor es que las preguntas salían de presentaciones sobre América Latina (personajes, música). Y no… ellos quieren y pueden hablar, pero no quieren hablar delante de todo el mundo. Porque les da pena, porque no conocen muchas palabras, porque están cansados, porque no quieren ser los ñoños, porque no saben mucho de Latinoamérica y el son cubano, por lo que sea. Pero sí están dispuestos a hablar entre ellos. Suena fácil, pero yo no lo sabía. Así que me dediqué a recolectar buenas ideas entre mis conocidos, amigos y colegas. Para la clase de hoy les pedí que formaran parejas, les mostré fotos de celebridades y de objetos de la vida común y les pedí que hablaran, que dijeran todo lo que se les ocurriera. También les pedí que anotaran el vocabulario nuevo y las expresiones que no habían podido decir en español.

Al final, se fueron a casa mucho más sonrientes y con una enorme lista de vocabulario construida por ellos mismos.

Y ellos me hicieron las preguntas.

El primer evento

El viernes pasado fue agitado. Me levanté “temprano”, o sea a las siete, desocupé mi morral y caminé hasta la parada del bus misterioso que nadie toma (previa investigación en Google) para ir a Safeway. No fue mucho, pero debí haber tenido en cuenta esas cinco cuadras antes de comprar todo lo que compré.

 En Safeway encontré lo que necesitaba para los snacks de la tarde y la cena de la próxima semana. Compré como si nunca fuera a volver. Y lo pagué al regreso, a lo largo de las cinco cuadras y con treinta grados y un sol bárbaro sobre la cabeza. Con todo y eso, el viaje en bus fue revelador por lo menos en dos sentidos: 1) no estoy tan atrapada como creía y 2) parece que solo la gente muy pobre usa el servicio público (?). Y sí, estoy juzgando por las apariencias sumadas al hecho de que NADIE por estos lados del campus parece tener la mínima idea de cómo usarlo.

“Census data on commuting patterns found little changes over the four years between 2007 and 2011. About 75 percent of Coloradans still drive alone to work, 10 percent carpool and 3 percent take public transportation”. (Fuente: http://www.inewsnetwork.org/posts/census-colorado-poverty-rate-higher-income-lower-fewer-jobs/)

 ***

Para la actividad con las chicas —y los dos chicos— de la casa preparé tres juegos/actividades para que se aprendieran los nombres y se conocieran un poco más. De comer hice dos dips, uno de pimentón y otro de cilantro, para que se los comieran con tostitos y zanahorias. También hice arepas: las metí en el horno y quedaron… raras. Lo bueno es que ellos no saben a qué saben las arepas ni cómo se ven (creo). Vinieron todos, menos cuatro. Estuvo bien. La cosa duró una hora, el tiempo que tardó en acabarse la comida. Me dio gusto ver, por fin, la sala llena de gente. Por la noche se armaron pequeñas fiestas privadas en los cuartos. Las chicas vinieron a visitarme y vimos Lo imposible, una película horrorosa y deprimente. Todas lloramos.

 Me fui a dormir completamente agotada, pero satisfecha. Tenía mucho miedo del primer encuentro y, aunque debo calcular mejor la relación esfuerzo/duración de la “actividad cultural“ la próxima vez, puedo decir que hice bien el trabajo. 

Septiembre 5

Tengo dos espejos bastante grandes: uno en el baño y otro junto a la puerta. El del baño tiene, además, cuatro bombillas en el borde superior, como en los camerinos de las actrices, o al menos los camerinos que salen las películas.

Todos los días me paro unos momentos frente a ellos, por eso me di cuenta o en caí en la cuenta de que hace mucho tiempo no me miraba con tanta frecuencia en un espejo. Y es que en Bogotá también tenemos dos, pero uno es opaco y el otro es pequeñito y tiene como sesenta años de raspones y mugre y, en fin, uno se ve borroso. Lo cierto es que hace tiempo no tenía una impresión cotidiana de mi propia imagen, de mi cuerpo completo. Y ha sido una reconciliación.

Puede que sea cierto lo que me dijo Gabriel, que muchos acá tienen sobrepeso, entonces uno se ve más delgado (por ende, ¿mejor?). De todas formas, verme cada día, de frente, de perfil, con y sin ropa, ha hecho que mi cuerpo me caiga más en gracia, y hace tiempo no me sentía así.